Tiene miedo de volver la cabeza y mirarla de nuevo, por si acaba convertido en una estatua de sal. No le importaría, el precio para poder verla un instante es barato. La mira y descubre sus lágrimas ahogadas, contenidas, y eso es superior a todo lo demás. Da un paso, se detiene ante él, sube la mano hasta acariciarle la mejilla, y cuando ella cierra los ojos, temblando le da un beso en los labios. Se entre abren como la puerta del paraíso. Él pasa al otro lado de la ventana e inicia el descenso sabiendo que allá arriba ha dejado algo más que el corazón.
(Jordi Sierra y Fabra)
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